Entre las discusiones de por qué el gobierno no ha declarado cuarentena total, o por qué las personas siguen amontonándose para comprar una reineta, sorprende que todo el mundo tenga una razón para seguir estando afuera. Y ya ni importa si es justificable o no: mientras valga para ellos, todo bien. 

Por Laca Mita

Las imágenes que mostró la tele el fin de semana son como el inicio de una película que -se sabe- va a terminar pésimo. Una fila de por lo menos doscientas personas en el Terminal Pesquero de Antofagasta. Otra cola interminable de conductores desesperados por salir de Santiago, o un taco de proporciones en la entrada a la tranquila Villarrica.

El cierre de esta película hipotética, antes de los créditos, seguramente será una mamá, o un hijo, llorando de dolor porque su familiar ha muerto ahogado, aferrándose a un aire que los destrozados pulmones no van a procesar porque el virus ya habrá hecho lo suyo. Aparte, tampoco lo podrá acompañar al funeral, porque simplemente no se puede.

Todo el resto lo vamos a vivir estos meses. Las estadísticas y predicciones de un virus que vino a aparecer cuando estábamos ocupados en otras cosas -el estallido social, la nueva Constitución, por ejemplo- son imprecisas, porque nadie puede dimensionar qué va a pasar después. Pero sí hemos visto que en estos días han salido igual a la calle -a comprar pescados y hueá- porque todavía no conocen a nadie que esté enfermo del virus que muestra la tele. Muerto, menos. La mayoría de la gente no anda por la vida pensando en que mañana o pasado va a pasar sus últimos momentos entubado a un ventilador artificial que le va a impedir hasta improvisar unas últimas palabras, porque el catéter no lo va a dejar.

COQUIMBO. El Terminal Pesquero atiborrado de gente apretándose en los pasillos. (Foto: Twitter @rollo20795791)

Y las personas no lo imaginan porque creen que no les puede pasar. Parece tan de lejos. A lo más sueltan un “qué terrible” cuando ven en la tele o ven en su celular que en España están muriendo 900 personas diarias. Ese “que terrible” parece suficiente respuesta para después cambiar la tele por otra cosa.

El otro tiene la culpa

Lo que hemos visto esta semana santa demuestra que en realidad Chile no ha cambiado absolutamente nada. Sigue siendo igual de egoísta de siempre. Y lo vemos de todos lados: un gobierno tibio que responde erráticamente, que se confió pensando que el coronavirus era uno de los tantos resfríos propios de asiáticos y por eso tenía una cantidad tan baja de respiradores artificiales, tan pocos que todos los medios se preguntan de dónde sacamos más. Y, además, un sistema de detección del virus que refleja otra vez la desigualdad: el que tiene plata, puede ir a una clínica muy cómodo. El que no, a exponerse a un Cesfam saturado, donde probablemente sí se pegue el bicho. Y, caso aparte, la torpeza del ministro Mañalich, tan agrandado el hombre sobre nuestra supuesta superioridad en el ámbito de la salud. Si Kramer no lo agarró más para el hueveo es porque no tuvo más tiempo.

La gente anda por ahí no más. No se entiende lo que pasó en octubre, entonces. Si todos eramos tan solidarios y buenos, no se entiende cómo el paseo Prat sigue lleno de gente, cada uno con su propia justificación de porqué está paseándose en la calle, como si eso fuese suficiente.

¿Qué fue entonces esas noches increíbles de caceroleo? ¿Esas largas columnas de chilenos que pedían un país mejor? ¿Era tan mentira todo, que ahora que nos necesitamos, seguimos viendo hueones apretados en la calle? Es lamentable pensar que las buenas causas, de justicia y solidaridad, son utilizadas por unos pocos para disfrazar su individualista necesidad de sentirse parte de algo, cubierta por un envoltorio de supuesto interés colectivo que en este momento tan urgente, tan a las puertas del desastre, está tan desinflado como un globo de cumpleaños de la semana pasada.

Una de las razones, quizás, es que la gente «influyente» de internet parece estar desmesuradamente preocupada de ganar la discusión política para sentir ese delicioso triunfo moral del tener la razón. Lo lamentable es que esta gente «influyente» de verdad es influyente, de verdad el gobierno los lee como si fueran representativos de algo o alguien. Leer las redes sociales es ver como todos se echan la culpa al otro de los problemas que vivimos. La saturación de una discusión absurda en este momento, tapa necesidades urgentes que ni se toman en cuenta. Por ejemplo, la gente en situación de calle que no tiene dónde hacer una hipotética cuarentena. “Ah, es que el gobierno culiao debería atenderlos”, dice uno. O los que siguen haciendo barricadas para cerrar la salida a Calama. “Ah, es que ellos se exponen, no podemos hacer nada”, lamenta otro con tibieza.

IQUIQUE. Una larga fila por la avenida Arturo Prat, junto a la caleta Riquelme (Foto: Yanina Wuth)

Pero ninguno es capaz de juntar un poco de comida y salir extraordinariamente a ayudar a la gente en situación de calle, o por último prestar el patio para que se queden haciendo cuarentena. O ir a decirle a los cabros de la Cachimba que ya, muy bonito lo que hacen, pero por la chucha, estamos en una pandemia y sus ansias de protagonismo la pueden dejar para después.

No. No lo hacen, porque es más fácil teclear desde la cama. Un privilegio al fin y al cabo. ¿Levantar la raja? Que lo hagan otros. El individualismo y esa maña tan chilenamente ahueoná de culpar a otro de nuestra propia flojera por poner un granito de arena, es la que nuevamente nos está poniendo al borde de una tragedia. Y los que sobrevivan -ojalá que sobrevivamos hartos- van a hacer lo mismo cuando termine todo esto: en vez de ocuparse en cómo ponernos de acuerdo para que estemos mejor preparados para la próxima, se van a estar haciéndose mierda otra vez, preocupados de quién tuvo la culpa, para así sentirse mejor con sus cómodas conciencias.

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