Se trata de mujeres que barrieron y harnearon con coladores el desierto para encontrar a sus compañeros, mientras convivían con la represión, la persecución, la violencia y el negacionismo que aún las golpea. Hoy su lucha sigue intacta, pero concentrada en que a todo lo vivido, no se sume la pena del olvido cuando sus voces se apaguen.

Por Gabriela Bustos

“Los mataron a todos”, alcanzó a escuchar entre llantos y gritos Violeta Berrios desde la casa de otra víctima el 20 de octubre de 1973, un día después del paso de la Caravana de la Muerte por Calama. Dio media vuelta, tomó un taxi y se fue hasta su casa que estaba a dos cuadras, completamente desconcertada. Poco antes había estado con su pareja Mario Arguelles Toro, preso político. “Se los iban a llevar y yo iba a viajar también para llevarles comida y lo que necesitaran. Pedí permiso para que me firmara unos papeles, una mentira que inventé para verlo antes del traslado. Me pidió café con leche, así que volví y llevé el termo. Cuando me vine, me tiré en el sillón, me fumé un cigarro y no sé qué fue, pero sentí que tenía que ir a la comisaría otra vez. Ahí ya lo habían sacado, supuestamente para el regimiento. Yo no lo vi nunca más”, recuerda hoy a sus 85 años.

Violeta fue de inmediato y escuchó disparos. Lo manifestó al militar que estaba de guardia, pero este lo negó con una excusa. “Mentira, están disparando”, reiteró con impotencia, pero la única respuesta fue que ahí no había nadie. Ya estaba por comenzar el toque de queda, así que a las 6 de la mañana del día siguiente se levantó para regresar a la cárcel, al juzgado, a la comisaría, al regimiento y la respuesta era la misma, salvo por un teniente que le dijo sin dirigir la mirada “los mataron”. Ella sonrió incrédula, hasta que horas después lo comprobó. Eran cerca de las 6 de la tarde cuando supo que Mario había sido asesinado.

Al llegar a casa, su vecina la estaba esperando para contar que el capellán fue a avisar que Mario estaba muerto, así que se fue de inmediato a la gobernación. Su frase “vengo porque mataron a mi compañero”, sólo recibió una burla por respuesta. “Está loca, me dijo uno. No, no estoy loca le respondí y me vine. Ahí lloré, pateé, grité, en compañía de la señora Marta que por la hora tuvo que irse, pero como no me quería dejar sola, empezó desde su casa a gritar a carabineros para venir a acompañarme. La dejaron y estuvo conmigo hasta que me dormí”, son sus recuerdos del día más duro y de los primeros indicios de una red fraternal que comenzaría a abrazarla.

Al día siguiente empezaron los trámites, y en ellos se encontró con otras 25 familias que, como nadie, la entendían y sentían su misma rabia y dolor. “Nos dijeron que se habían sublevado camino a Antofagasta y hubo que matarlos. Mi pregunta de inmediato, habiendo visto en las condiciones que estaba Mario fue ¿con qué se sublevaron? ¿con migajas de pan? Por supuesto no hubo respuesta, sólo la indicación de que por el código de salud no se podían entregar hasta un año. Sin embargo, decían que los tenían bien identificados, separados en bolsas de polietileno. Ahí la Norma, compañera de Rodríguez preguntó al tiro ¿y por qué llevaban bolsas? Silencio otra vez”.

Una familia con apellidos distintos

Pasaron 12 meses y regresaron todas con el certificado que les habían dado. La respuesta esta vez fue que los entregarían de a poco, y que además tenían que contar con una urna incinerada para recibirlos. Mientras veían de dónde obtener dinero y poder cumplir con ese requerimiento que escapaba por completo a sus posibilidades, escucharon la frase que marcaría el resto de sus vidas. “No sabemos dónde están los cuerpos, nos dijeron. Había pasado un año… así pasaron 50”, señala Violeta.

La desidia de la que eran víctimas las unió y movilizó. Empezaron a encontrarse más seguido y motivadas por una asistente social de la vicaría, decidieron constituirse como agrupación. “Éramos un grupo de personas que no se conocía, pero necesitaba reunirse. Una familia con apellidos distintos. A algunas les costó porque obviamente había temor, pero como yo era la única que no tenía hijos, dije bueno no tengo nada que perder, asumo yo”. Así nace la Agrupación de Familiares de Ejecutados Políticos y Detenidos Desaparecidos de Calama, AFEDDEP, como un clamor de justicia y contención, en un periodo en que sus vidas fueron azotadas por la dictadura de Augusto Pinochet y condenadas a un transitar lleno de dolor y búsqueda incansable.

Sumado a las labores judiciales y administrativas, iniciaron una exhaustiva búsqueda en el desierto, que se extendió por más de 20 años. “Salíamos a tontas y a ciegas, nos decían aquí hay un dato, e íbamos. Y en la tarde volvíamos con la cabeza bajo la tierra, pero concentradas en juntar fuerzas para seguir mañana. No teníamos materiales, éramos completamente ignorantes en todo, en leyes, en Derechos Humanos. No sabíamos nada, pero los golpes nos fueron enseñando a pelear desde el presidente hacia abajo, porque nosotras hemos hablado con casi todos”, cuenta.

Entre todas las dificultades a las que debían enfrentarse, Violeta recuerda las limitaciones económicas. Ella recibía una pensión que le alcanzaba para comprar los pasajes para Santiago, pero no podía cubrir nada más. Muchas veces no tuvo para comer, pero en sus palabras, esos eran “gajes del oficio no más”. Luego le dieron el dato de una mujer que podía recibirla y las cosas empezaron a cambiar. “Donde la Kari tenía cama y comida siempre”, sostiene, dando cuenta una vez más de las valiosas redes de resistencia que tejieron tantas mujeres.

Pero entre todos los vínculos, probablemente uno de los más estrechos fue el que construyó con Victoria, hermana de José Saavedra González, estudiante secundario de 18 años asesinado por la misma comitiva que comandaba Sergio Arrellano Stark. “El marido de la Vicky tenía auto, entonces nos íbamos para la pampa las dos, y como a las 5 de la tarde nos veníamos, limpiábamos el auto y cada una a su casa. Los fines de semana iba más gente, pero de lunes a viernes éramos las dos casi siempre. Luego empezaron a unirse otras personas, entre ellos los compañeros que en 1990 encontraron la fosa, a 500 mts. de la carretera”, explica en referencia a Rodolfo y Heriberto Álvarez, hermanos militantes del Partido Comunista, cuyas cenizas están hoy también en el memorial que se construyó en ese sitio.

Ese día llegó la frase que tanto anhelaban escuchar: los encontramos. Sin embargo, la realidad distaba mucho de sus expectativas. Para Violeta lo que encontraron eran restos de restos. “Yo sinceramente pensé que los íbamos a encontrar enteros como en Iquique. No sé si fue decepción, no tengo palabras para explicarlo, sólo recuerdo que con la Vicky nos mirábamos y alrededor la gente paseaba, caminaba, tomaba fotos, y nosotras ahí sin poder decirles siquiera que tuvieran cuidado porque por ahí podía haber más huesitos”.

En el lugar donde se encontró la fosa se construyó este memorial en el que se reúnen anualmente los familiares de víctimas de la dictadura.

El personal del Servicio Médico Legal llegó y se mantuvo un mes pesquisando el sitio, pero los fragmentos obtenidos, en su mayoría de cráneos y pies, eran muy pequeños. Se realizó un primer reconocimiento por superposiciones que no funcionó. Lo que se obtuvo de más de 5 cm. fue enviado a Austria, y el resto fue guardando con la esperanza de que en algún momento los avances tecnológicos permitieran utilizar nuevos métodos de identificación. Afortunadamente fue así, y luego de muchos procesos, a la fecha han sido reconocidas 24 personas, faltando sólo David Miranda Luna y Rafael Pineda Ibacache.

Actualmente, están atentas al último hallazgo de 89 cajas que se encuentran en la Universidad de Chile. “Yo tengo fe que de que se puedan encontrar ellos dos. Lo que viene con las nuevas identificaciones, es volver a abrir los osarios, sacarlos, volver a hacer funerales. Llevamos 7 u 8 ya. Estamos en una cinta que va dando vueltas y vueltas, y de repente nos deja quietas, para luego volver a lo mismo”, indica.

Justicia tardía, no es justicia

El proceso judicial interpuesto por la agrupación se cerró oficialmente el 23 de septiembre de 2022. “A esta altura eso no es justicia.  Son como cinco los que están cumpliendo condena, porque el que no se ha muerto, se ha matado. Pero para nosotras, que fuimos aplastadas por la bota militar 17 años, y seguimos aplastadas por el zapato civil, mientras se nos sigue torturando con un caso que no termina, esto no se puede cerrar. Para mí sólo se va a cerrar cuando me muera”.

La opinión de Violeta es compartida por Teresa Berríos Contreras, viuda de Carlos Piñero Lucero. “Es irrisorio. Son condenas mínimas, mientras a nosotras nos condenaron a vivir con este dolor 50 años. Ahora les dan 4 a algunos, que más encima están viejos y se van a morir antes. Ni siquiera es una cárcel en la que sufran, quizás cuantos beneficios tienen más allá de lo que conocemos”, manifiesta.

Hoy tiene 67 años, pero se acuerda del momento exacto en que conoció a Carlos en una concentración. Ella militaba en las juventudes comunistas y, en el marco de una visita de Salvador Allende a Calama, él llegó como fotógrafo encargado de propaganda del partido. “Me enamoré de él desde que lo vi, me encantó, y vi que él igual me miraba por la cámara y me sacaba fotos”, recuerda.

Así mismo, rememora con mucha claridad la última vez, el 6 de septiembre de 1973. Como ella bailaba en la Fiesta Religiosa de Ayquina, ese día se despidieron y partió. Cuando regresó a Calama días después, todo era confuso. “No sabía dónde estaba, hasta que mis papás pudieron localizarlo en la cárcel. Fueron los últimos en verlo, y su mensaje fue siempre que por favor no me involucrara, por mi seguridad. Tenía mucho susto y dolor, todo era incierto en ese momento. Pero cuando supe que a mi compañero no lo vería más, mi vida se cortó. A mí me faltó algo en la vida desde ahí y para siempre”, señala con tristeza.

Con una hija de 1 año, tuvo que comenzar a buscar trabajo con urgencia, afrontando cada desafío en soledad. “Muchos familiares y amigos desaparecieron en esa época. Ahora entiendo que era por temor, pero nos trataban como si tuviésemos una enfermedad contagiosa, porque claro, pensaban que si los veían contigo, corrían peligro también”.

El periodo de búsqueda fue muy doloroso para Teresa, porque a la impotencia de no recibir respuestas, tuvo que sumar un episodio complejo de violencia sexual del que fue víctima junto a su bebé. Por temor, amenazas, miedo e incluso vergüenza, lo guardó por años, hasta que hace poco se sintió capaz de comenzar a verbalizarlo con sus cercanos. “Yo de verdad no me explico que hasta el día de hoy haya gente que niegue lo que pasó. No sé si hay odio, pero es que ellos tampoco han pedido perdón como corresponde. Eso me gustaría, que a nivel nacional como institución reconocieran todo lo que hicieron y pidieran perdón, porque siento que así toda esa gente que aún no lo quiere aceptar, dejaría de estar lavándole el cerebro al resto”, exige.

Contra el olvido

Hoy son pocas las integrantes de AFEDDEP que participan de manera activa. Muchas se han ido de la ciudad, y otras ya han partido. Por ello, durante los últimos años su lucha ha estado marcada por una solicitud específica, planteada a diversas autoridades. “El mejor apoyo que podemos tener es un espacio para que esto se conozca. No queremos ser una carga, queremos ser un aporte. Todavía somos testimonio vivo, pero nos vamos a ir, por eso urge dejar algo”, solicita Teresa, que sueña con contar con una sede donde puedan tener exposiciones permanentes, organizar conversatorios o proyectar documentales. “No solamente se trata de la agrupación, los DDHH son amplios y hay que enseñarle eso a los niños. Ojalá nos permitieran dejarle ese legado a Calama”, indica.

Esta opinión es compartida por Violeta que hace un par de semanas entregó una carta al presidente. “Hace muchos años que estamos pidiendo esto, porque es necesario educar a la juventud, incluso hay adultos que todavía creen que somos mentirosas. También serviría para que se nos respete cuando exponemos algo. Y, sobre todo, que se respete la memoria de ellos, porque no murieron por sus familias, lo hicieron por todo el país y por pensar distinto les pasó esto. El día en que olvidemos eso y dejemos de recordarlos, ahí si se van a morir. Por eso no puede pasar”.

Como agrupación se mantienen esperanzadas en que este anhelo pueda concretarse, así como en el año 2004 esfuerzos aunados les permitieron construir el Parque para la Preservación de la Memoria Histórica de Calama, ubicado a 13 kms. al sureste de la ciudad. Es ahí donde la fuerza del viento de la pampa dejó al descubierto las osamentas de sus familiares, y es también allí donde seguirán congregándose cada 19 de octubre para gritar al mundo que no han sido olvidados: José Saavedra, Jorge Yueng, Haroldo Cabrera, Daniel Garrido, Carlos Berger, Luis Hernández, Hernán Moreno, Carlos Escobedo, Luis Moreno, David Miranda, Rafael Pineda, Fernando Ramírez, Sergio Ramírez, Alejandro Rodríguez, Domingo Mamani, Jerónimo Carpanchi, Bernardino Cayo, Luis Gahona, Manuel Hidalgo, José Hoyos, Rosario Aguid, Milton Muñoz, Víctor Ortega, Roberto Rojas, Carlos Piñero, ni Mario Arguelles.

Las mujeres de Calama escarbaron toda la dictadura hasta encontrar los restos de las víctimas de la Caravana de la Muerte.

 

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