A propósito de este especial sobre inmigración, les dejamos esta historia de Rodrigo Ramos de una familia en un punto perdido de Antofagasta.

Por Rodrigo Ramos Bañados, desde Valparaíso

Foto: Cristian Ochoa

Si desea llegar a la casa de los Landazuri en Antofagasta, para entregarle algún tipo de ayuda como azúcar para endulzar su café, leche para los niños, vestuario para el invierno o simplemente dejar una tele vieja, aquí les dejaré las coordenadas de la casa sin antes explicarle el contexto; es decir, de qué diablos se trata cuando hablamos de la sobreabundancia y la pobreza en la desigual Antofagasta: la autodenominada capital mundial de la minería.

Desde el día en que algunos afortunados habitantes, pocos, de esa urbe del norte de Chile cosecharon abundante en los gloriosos años de la minería privada y donde el PIB de la ciudad de cuatrocientos mil habitantes se encumbró hasta alcanzar niveles de ciudades europeas, las casas de los acomodados de Antofagasta se estrecharan para tanto cachivache y el vertedero de esa urbe que alguna vez fue boliviana, creció con cosas inservibles como sillas de autos para niños o esqueletos de tragamonedas, entre otras porquerías.

El vertedero se moldeó como un estadio y en sus flancos surgieron como piezas de Tetris pequeños asentamientos humanos compuestos en su mayoría por ermitaños zoofílicos y junto a sus queridos animales, perros y cabras, y rucos de angustiados por la pasturri que parecían sacados de Madmax. Luego adhirieron los inmigrantes del sur de Chile, bolivianos y colombianos que arribaron con la ilusión de sacar un filete, por poco que fuera, de la jugosa torta minera. Era llegar e instalarse alrededor y vivir de lo que arrojaba el camión del supermercado como yogurth y pollos vencidos; y la electricidad se sacaba de los cables y el agua llegaba de vez en cuando en camiones. Predominaba un olor a verdura podrida con un dejo ácido final que se incrustaba en la nariz por un buen rato. Los restos de los restos terminaban en los buches de los perros y los jotes carroñeros, quienes eran los últimos de la cadena alimenticia visible. Al final todo terminaba incinerado y las columnas de humo como trompas lovecraftianas que subían desde el infiernillo al cielo nublado se veían de toda la ciudad como un manchón sucio en la perfecta capital minera. La erradicación del humo del basural se transformó en constante pataleo de red social de quienes vivían en los condominios, pues el humo le contaminaba su aire y su visual de sus casas soñadas modelo brisa (tres dormitorios y dos baños, uno en suite) o dunas (cuatro dormitorios y cuatro baños en suite). Pronto aparecieron los líderes de red social que querían cambiarlo todo desde la red social.

El camión aljibe llenaba una vez a la semana los barriles azules de plástico duro de quienes habitaban los campamentos. El agua alcanzaba para tres días y el resto de la semana lo solucionaban a como diera lugar, aunque no alcanzaba para dramatizar pues siempre había una manguera que se instalaba en alguna cañería y como cordón umbilical alimentaba de agua casa a casa. Reinaba la solidaridad tipo grafiti de los tres monos: nadie mira, nadie escucha y nadie habla. En consecuencia, nadie denunciaba cuando tal persona golpeaba a una mujer o cuando los niños lloraban de manera sospechosa. Y crecían las zonas con rucos armados de calaminas y parchados con cartones o cholguanes, que eran pocos, a las que todos le hacían el quite por el consumo y venta de pasturri, y observar por un rato las miradas vacías de esos esperpentos humanos uno comprobaba que eran similares a las miradas vacías y cínicas de la clase media, esa que vivía encerrada en los condominios, y si uno miraba como clase media cínica se preguntaba hasta dónde el cuerpo puede resistir por dios. Y detrás del pipazo estaba la vida íntima, la que importa, la que nadie quería contar y así esos esperpentos se transforman en un enigma y eso los hacía sugestivos.

Con el masivo arribo de los colombianos, los chilenos que llegaron del sur a buscar pega en la minería, se unificaron como una pequeña patria para defender el miserable territorio chileno tomado que no era ni de ellos, pues en Chile todo, o casi todo, es privado y ese pequeño espacio tenía un dueño, pues en Chile todo, o casi todo, tiene un dueño, y con rancia belicosidad de patriota pinochetista hostilizaban a los colombianos que eran menos y tenían menos, hasta darles una patada en la raja. Estos chilenos que eran castigados socialmente con esa musical y eruptiva palabra, flaite, tenían algo a quien traspasarle la mierda depositada por su país sobre sus cabezas flaites.

Los campamentos de los colombianos cada vez fueron escalando hasta llegar al borde del cerro, en terrenos frágiles, pues un poco de lluvia provocaría un aluvión, pero esos colombianos desplazados por la guerrilla, a pesar de la mala onda, se sentían cómodos entre ellos y seguros porque en Antofagasta era difícil que el punto final para una mala cara se resolviera por un balazo o una sierra eléctrica.

Los campamentos apretaron al vertedero hasta el desparramo. A pocos metros de las mediaguas, estaban las poblaciones del gobierno con sus pequeñas y uniformes casas distribuidas en rectángulos que asemejaban nichos de cementerios. Las ventanas miraban hacia el cerro mustio y asoleado que sólo aventuraba un amarillo y marciano horizonte. Antofagasta era una ciudad de horizontes, bastaba seguir desde las rocas donde reventaba el mar a los barcos hasta deshacerse en el océano y en el infinito, y luego pensar en lo ínfimo de los seres humanos, en la nada. En esas viviendas vecinas al vertedero vivía la pandilla de Los Lulas y nuestros protagonistas, los Landazuri que comenzaban a acomodarse en la ciudad.

Así, señora y señor, para ayudar a los Landazuri es necesario entrar a una calle de tierra en el sector Alto La Chimba, así se llamaban la suma de casas y el descrito anexo vertedero, y doblar hacia abajo justo donde existe una vulcanización atendida por un negro de Buenaventura, y al que le dicen el negro Buenaventura, que pasa sentado sobre un neumático cuando no tiene pega. Luego seguir por un camino sinuoso, como todas las calles que se tuercen hacia la línea tren que divide la ciudad en dos, los que tienen en los condominios y los que no. Debajo de la línea del tren usted divisará el verdor de los cultivos de verduras en unas pequeñas quintas del tamaño de una cancha de básquetbol, que contrastan con la arena coagulada. Unos metros después del verde, aparecen las altas murallas con telarañas eléctricas en los bordes de los condominios y en adelante se extiende lo mejor de la ciudad, lo visible, hasta la costanera.

A un costado, antes de llegar a la línea del tren, entrará al territorio Lula, donde está ubicada la casa de los Lanzaduri.

Para redondear esta referencia a Los Lulas, se puede decir que ellos odian a quienes presumen del dinero y esto queda claro después que lea (o descifre) esta declaración del autor denominado como Lachimba Pueblo Sin Ley, La kalle: Estos jiles puro que tiran la pela y no saen na komo se vive la vida aka… usteden son puros hijos de papi puro ke los visten sus papa cuicos qlos chupen wiwis ctm…

Y Los Lulas presumen de su dinero ganado por la choreza porque se creen víos.

El riesgo de ser un solidario o en otros palabras, hacer el bien, hacia los Landazuri es encontrarse con uno de estos impredecibles chicos Lula y que éste, portando un revólver en la mano, le exija peaje, o sea que pague por su vida por pasar a la meta solidaria, pero el fin solidario siempre será más noble, siempre, y es mejor que si arriesga un bien tan preciado, precioso y valiosa como es su vida –anótese la vida como un bien; un bien para las afps, por example– por una buena causa como ir a dejar su refrigerador viejo a los colombianos se ganará el cielo de inmediato, perdón de un balazo.

Rece.

Quizás el Lula le haga un favor y se adelante su encuentro con el santísimo porque la solidaridad está en la Biblia que debe estar en algún lugar de su casa y que cuando esté al borde de la muerte, seguro, comenzará a leerla, de puro maricón que es.

Sí. Es algo muy, pero muy extraordinario lo del Lula armado que surja desde la nada. Ese Lula armado sólo podría habitar en su mente y sería la poderosa justificación para no ir a esos desérticos lugares plagados de malsanos delincuentes y lo peor, colombianos; colombianos mataperros y cortabrazos.

Lo peor sucedería cuando llegue a la casa de los Landazuri y uno de estos lo secuestre, pues a la postre son colombianos y como reza el cartel, son personas que lo pueden secuestrar y luego si usted no quiere pagar, le enviaran pequeños trozos de su cuerpo en paquete a su familia.

En consecuencia, ayudar a los Landazuri es un puto riesgo.

Lo ideal es no tomar riesgos y quedarse en la seguridad de su casa al interior del condominio y no ir a ninguna parte y el refrigerador puede metérselo en el culo, si le cabe, claro está. De lo contrario, si le cabe, lo felicito por su súper culo.

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