Conocidos los resultados de las elecciones a consejeros constitucionales, no deja de llamar la atención que una parte importe de los líderes de opinión, que de cierta forma tienen influencia con el poder a través del sobrevalorado y dudoso talento de escribir en redes sociales, sigue cayendo en la mala idea de culpar al al electorado de su derrota más que a su propia incapacidad de juntar un mísero concepto que aglutine a las masas y los salve de una intrascendencia que avanza con los meses.

Aunque la retórica era mucho menos agresiva que para el plebiscito de septiembre, los grupos vociferantes de quienes se agruparon en torno a las listas del gobierno esperaron a que las mesas lanzaran los primeros resultados, para utilizar las mismas excusas de siempre: que el pueblo es ignorante, tonto, lamebotas de los poderosos, de la cultura del mall y de sus esclavizadores jefes, todos presumiblemente militantes del Partido Republicano.

De haber sabido que los tuiteros eran tan inteligentes, les habríamos pedido con anticipación un poco del tiempo que dedican a criar gatos y viajar al extranjero para que nos dijeran de antes hacia dónde teníamos que apuntar el destino del país. El Estado, preocupado tal vez de esa potencial fuente de conocimiento que podría fugarse, nos suele robar a varios de sus mejores dedos al teclado para dejarlos en ese tipo de trabajos donde alcanzan los ceros para costear un plan de isapre que pueda protegerlos de esguinces y fracturas. Dedos que se renuevan cada cuatro años, si es que alguien no autoriza ampliar la planta.

Es preocupante que todavía hayan ojos del poder que siguen tomando en serio a los “líderes de opinión” y su arrastre en likes, como si todo lo digital fuera infalible, como si la gente no cayera en las peticiones de depósito de un número sin foto de Whatsapp que dice ser su sobrino, como si los perfiles de Tinder fueran fiel copia de la realidad. Lo humano se desborda después, cuando se cae todo lo demás y el mundo tangible les demuestra que viven fuera de él. Ahí caen los impulsos que los empuja a las mismas fórmulas que los terminan derrotando.

Eso podría explicar en parte que un país que vio las marchas más grandes que se recuerden contra un sistema, en apenas tres años y medio salieran a votar en masa por los representantes que no quieren que ese sistema se toque en lo más mínimo.

No se trata de ignorancia ni en acéfalos incapaces de formular una frase de corrido, sino de cansancio por ese menosprecio constante y la condescendencia casi infantil que tienen los ricos que se avergüenzan de serlo y que dicen representarlos tan bien porque ellos andan en metro, como el pueblo, aunque no cuentan que claro, lo usan pero desde Manquehue o Los Domínicos. Los sectores más pobres no quieren seguir romantizando el pasar tres horas en una micro como si el esfuerzo, esa palabra que endulza el sufrimiento, fuera un estilo de vida súper inspirador digno de ser observado por notas que ponen cumbia de fondo porque, obvio, el pobre escucha cumbia, va a la feria y anda con la talla riéndose de sus desgracias. El pobre se hartó del turismo social de los jóvenes sin mayores preocupaciones y no los reconoce como suyos ni interlocutores válidos de sus necesidades.

Ahora que la ultraderecha tiene el poder de escribir como se le antoje la nueva Constitución, habrá que esperar si se derrumban solos y el Rechazo en diciembre vuelve a tumbar una nueva propuesta, o si se da la paradoja de escribir un texto consensuado entre los Republicanos y el Partido Comunista, que logró un histórico 8,1% de votantes, la mayor cifra desde los noventa. Parece extraño escribir la palabra consenso en una oración donde están esos dos grupos pero quién sabe, hemos visto muertos cargando adobes.

Laca Mita

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