Cacerolazos, lacrimógenas, camotes y hamburguesas. En medio del estallido social que comenzó en octubre, los repartidores no han detenido sus actividades. Las ventas siguen igual, pero ahora deben enfrentarse a calles dañadas, falta de semáforos, enfrentamientos entre manifestantes con carabineros, y saqueos exprés.

Por José Francisco Montecino

Entonces, Diego Godoy (18 años) no tuvo más opción que correr. Con una rueda de la bicicleta en la mano y el marco de ésta en el hombro, escapó del carro lanza-agua de carabineros -el famoso “Guanaco”-. Debía llegar a las 14 horas a Estación Central para entregar la encomienda, pero ahí estaba: desorientado y con el temor de que lo tomaran preso.

No esperó que ocurriera esta situación.

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Un millón y medio. Toda esa cantidad de personas en las arterias principales de Santiago aquel viernes 25 de octubre. Cristóbal Fuentes era uno de ellos. Caminó por la Alameda hasta llegar a José Victorino Lastarria donde, junto al grupo que lo acompañaba en la marcha, decidió tomar dicha calle, en vista de que era muy difícil avanzar en la avenida principal. Otras personas tomaron la misma decisión. Y lo mismo hizo un repartidor de Rappi, una de las aplicaciones que ofrecen delivery a un click de distancia.

– Lo primero que pensé es: quién chucha, en ese momento, podría estar pidiendo comida a domicilio – recuerda hoy Cristóbal.

La respuesta la tiene Juan Carlos Carmona, venezolano de 37 años que trabaja en dicha aplicación. Mientras espera su próxima misión de encomienda en pleno paseo Ahumada, está junto a un grupo de seis repartidores, todos de distintas plataformas dedicadas a las encomiendas y delivery, como PedidosYa y Uber Eats.

Diego Godoy repartió comida durante el estallido social

Asegura que, a pesar de que los pedidos pararon en un lapsus de dos o tres horas aquel viernes de la marcha más grande de la historia nacional, fue un día de buenas pagas, debido a que los precios se elevaron por las manifestaciones. Agrega que dicha tarde las personas encargaban comida y bebestibles de supermercados. “Cosas para tomar el té”, dice Carmona.

La verdadera dificultad está en las calles. El particular e incómodo aroma de las bombas lacrimógenas puede durar hasta el día siguiente. Ya es pan de cada día, aseguran los repartidores. Esto, sumado al humo de las barricadas que se armaban en diversos puntos de la capital, dificulta su movilidad en bicicleta o motocicleta. La mayoría de las veces es complejo ver el camino.

Y en estos días se debe estar atento a la ruta, al menos en una gran parte de la Alameda, donde los semáforos fueron arrancados en los primeros días de las protestas.

– Ya no hay semáforos para regular el tránsito. Para cruzar hay que lanzarse con la gente – dice Manuel Rojo, repartidor de Rappi. Y adhiere: Hace unos días, casi me atropelló un chofer de microbús, camino a Estación Central. Son muy imprudentes y hay que ser cuidadoso.

Aun así, Carmona, Rojo y otros repartidores explican que los manifestantes y carabineros no los atacaban. Manuel Rojo explica que se debe pasar bajo perfil, no meterse con ningún bando ni hacer nada que se pueda malinterpretar. Hay que pasar piola.

Pero Enzo Cañizales, colega de Rappi de Carmona y Rojo, es la excepción. Tuvo que preocuparse.

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Ese viernes 18, Diego Godoy salió temprano de clases. En la tarde fue a ver Joker. En un momento se escucharon bombazos que obviamente no provenían de la película. Cuando salió del cine, entendió lo que pasaba.

– Estaba la cagada en Plaza Egaña. Fue brígido salir y sentir que la película no acababa – recuerda.

Godoy trabaja para ASAP, una pyme de encomienda que funciona con ocho mensajeros, repartidos en distintas comunas de la Región Metropolitana. Cuando estallaron las revueltas, entre todos decidieron sumarse a la paralización. Duró hasta que los negocios con que trabajan -que también son, en su mayoría, emprendimientos independientes – retomaron actividades.

No era difícil moverse. Debía evitar la Alameda para no pinchar porque hay muchos vidrios rotos en el suelo.

Hace dos semanas atrás le tocó un reparto, desde Plaza de Armas hasta Las Condes. Lo hizo temprano, para evitar problemas. Estaba todo tranquilo. Luego apareció otra encomienda: a las una de la tarde debía retirar un pedido desde Providencia, y dejarlo en Estación Central, una hora después.

Tomó la Alameda, y pinchó. No una, sino dos veces. Primero le pasó en Santa Lucía. Se detuvo y parchó. Siguió su camino.

En La Moneda pinchó otra vez. Desarmó la bici para parchar la rueda nuevamente.

En ese momento, se acercaba una marcha del colegio de Profesores desde Los Héroes, en dirección a Plaza Italia.

Y donde hay marchas, hay guanaco.

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– Fue como un saqueo exprés – recuerda Enzo Cañizales ahora, detenido en la entrada a la Estación Universidad de Chile por paseo Ahumada.

Eran los últimos días hábiles de la semana pasada, recuerda Cañizales. Iban a dar las 20 horas y le tocó una carrera. Debía llevar unas hamburguesas del McDonald. Tomó la calle Serrano. Iba con su novia, Victoria, con quien llegó a Chile hace tres meses. Había personas alrededor de una barricada. Lo rodearon y lo abordaron.

– Pensé que me iban a robar la moto y todo. Mi novia se asustó mucho – recuerda Enzo.

Pero no. No le robaron la moto. Tampoco la mochila. Solo el pedido. Tuvo que pagar la mitad del total de su bolsillo, mientras que la otra parte corrió por Rappi. Desembolsó $17 mil. En una carrera anterior había ganado $15 mil. Hasta ese momento, era un buen día.

Decidieron irse para su hogar. No querían buscar más peligro.

Al otro día, volvió a salir a trabajar.

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Entonces, Diego Godoy no tuvo otra opción que correr.

Minutos antes de que aparecieran los carabineros y el guanaco, la marcha y el ambiente era tranquilo.

– Y ahí quedó la cagá. No esperé que pasara eso – comenta Diego.

Ilustración: Ignacio Mandiola

Los carabineros hicieron una encerrona a la marcha. Empezaron a tirar agua. La bicicleta estaba desarmada, así que tuvo que correr.

Rueda en la mano, marco en el hombro, escapó del lugar.

Diego asegura que el agua del guanaco “era tóxica”. Se empezó a ahogar. Estaba desorientado.

Pero encontró a unos amigos en su camino. No carabineros, si no que a tres personas que lo tomaron y lo ayudaron con sus cosas. Lo llevaron a una cuadra más al sur de la Alameda.

– Me dieron agüita con bicarbonato y un limón. Nos quedamos conversando mientras parchaba y ahí seguí el camino – dice Godoy.

No llegó a tiempo. Se demoró 40 minutos. Ya había avisado a la clienta, quien le regaló una botella con agua y le preguntó cómo estaba al llegar a su puerta.

Sobre lo que vivió frente a La Moneda, Diego dice:

– No me dio miedo ni nada. Pero sí temía que quedara la cagá, porque sabía que hay gente que se la llevan detenida y que anda en bicicleta. No quería dejar tirada la bici, con una rueda por un lado y el marco por otro, o perder la mochila con el envío.

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