Su carne, sus huesos, su sangre, su hígado, su piel. Todo se cocinó y preparó un ventoso día de primavera en antofagasta. Un día de 1996 en que una ballena tuvo la mala fortuna de ir a dar a la playa por el sector de los pinares. Una locura de los salvajes años noventa de la que hoy muchos intentan desentenderse. ¿A qué sabe la cazuela de ballena?

Por Rodrigo Ramos, Fotos Arturo Miranda

La población cambió. Surgió el pavimento. Las calles se ensancharon. Aparecieron los autos, buses y camiones. Alunizaron los inmigrantes. Brotaron restoranes. La población se conectó a la ciudad. Al menos, hace diez años, “Los Pinares”, era una población de calles de tierra, con pescadores rudos y otros personajes raros, que había que hacerle el quite de noche. A “Los Pinares”, o la también llamada “Punta Brava”, podía arribarse como excusa, por el motel Costanera, célebre “matadero ochentero” de piso flexit helado al tacto del pie y sillones modelo galaxia. Si no iba al motel en auto, entonces, debía cruzar el barrio industrial por esas oscuras calles con nombres tipo Ónix o Bórax, donde traqueteaban perros y drogos.

Nadie quiere recordar cuando un grupo con machete en mano corrió desaforado a la playa. Ante sus ojos, un regalo de la naturaleza; un regalo de dios. La traducción de la ballena varada para esas almas inquietas era carne para comer, o dinero. Faenaron a la ballena, la que nunca se supo si estaba viva ni muerta, con la velocidad de hormigas ante un escarabajo muerto. La ballena había varado frente a la población, en la playa, donde hoy se extienden unas canchas para hacer deporte. Era un cachalote. Un cachalote para alimentar a un regimiento.

LOS JAPONESES

Nadie quiere recordar ese día de primavera de 1996, cuando un joven del tamaño de un pigmeo, con el rostro ensangrentado escarbaba desde las entrañas del mamífero. Buscaba oro entre las tripas, pues no se explicaba su afán canino de escarbar y escarbar entre la grasa sangrante. La carne blanduzca del animal; la carne de chicle; parecía una zona de rebote para algunos niños que intentaban imaginar una cama elástica.

Iván se sentó entre las rocas a presenciar el espectáculo. Era como si de pronto el magnánimo océano, por esos días encrespados por los vientos de primavera, habría regalado a los habitantes de Antofagasta una tonelada de carne.

PARA LA COCINA. Cuchillo en mano, la gente arrancó grandes trozos del cetáceo para llevarlo a la olla.

Primero: había que asegurarse con un buen trozo; Segundo: si se podía, habría que asegurarse con tres trozos y mejor, si era posible con más trozos. Se proyectaban asados. La fila por la carne era extensa. Se comparaba a la carne de ballena con la de albacora. Parecían expertos en cocina. Se decía que con la carne se podía fabricar jabón. Parecían ingenieros comerciales. Se decía que vendrían los japoneses con miles de dólares a comprar esa carne, como si fuera cobre. La frenética organización decidió que el machete más grande sería el que cortaría, pero el hombre demoraba mucho. Pronto aparecieron más machetes, cuchillos, cuchillitos y tijeras; y el asunto se desbordó, mientras la ballena dejaba ver sus huesos entre las carnes. Iván recuerda que llegaron los carabineros. No supieron qué hacer, y como Iván, los carabineros se sentaron a contemplar el enjambre de humanoides hormigas.

Nadie quiere recordar. Los tiempos cambiaron. Los animales son más amados y defendidos por las redes sociales. Se hacen llamar animalistas y midieron el sufrimiento de las vaquitas cuando son faenadas. Los animalistas lloraron por esas vaquitas. Es terrible. Decidieron no comer más carne y asumieron una actitud activa: defender a las vaquitas y al resto de los animalitos. Hoy las ballenas despiertan ternura. En los 90, los animalistas estaban en al aire como partículas, en el espacio como polvo de estrellas o quizás ya en el útero, creciendo en medio del líquido. La ballena Josefina, una serie de dibujos animados, era la única aproximación tierna de los nacidos y criados en los 70. Esas personas enajenadas con machete en mano, hoy serían denominadas como salvajes por faenar a la ballena Josefina.

SABOR AGRIO

Nadie quiere recordar. La señora Julia y don Luis, de la calle Iquique, tampoco quieren recordar. Tienen mala memoria a la primera, pero después del suspiro y la mirada al cielo en busca de ballenas voladoras, recuerdan y se avergüenzan, y dicen ¿Cómo sucedió eso, por Dios Santo? Don Luis, de pelo cano, jubilado de la pesca de arrastre, dice que la carne de ballena sólo sirvió para cazuela. Mala y agria, la define; mejor es la del lobo marino. La carne terminó podrida, con moscas, en los basureros. Los japoneses no llegaron nunca con los dólares. Nunca llegaron tantas moscas.

90s. Si el carneo hubiese sido en esta fecha, probablemente este hombre habría sido funado, perdiendo su trabajo y familia como consecuencia.

Nadie quiere recordar que esa tarde llegaron antofagastinos, de todos lados, de todas partes. Unos se fueron con un pedazo de ballena y otros, llegaron de puro morbosos a mirar. También llegaron los heladeros, y con estos apareció el vendedor de volantines. Sobre los huesos de la ballena dos volantines con la bandera chilena. Nadie tiene la imagen. Tiempos sin selfies. Quizás la pregunta estuvo mal hecha a los vecinos. No. Ellos no fueron. Ustedes no fueron. No hay responsabilidad. No hay estigmatización del sector. ¿Había sucedido lo mismo en los Jardines del Sur? La ballena varada en la playa privada del Autoclub. Luego, osamentas de la ballena como adornos en las grandilocuentes casas. Quizás habrían disecado la ballena y dispuesto al costado de la piscina, como adorno. Gustos de ricos.

¿Quiénes fueron? ¿Fuimos nosotros? Los años 90 fueron las sobras de los 70 y 80; años brutales en Antofagasta, después de todo.

 

SIN RESPONSABLES

El Sernap (como se llamaba antes el Sernapesca) fue al lugar a ver la ballena, ese 19 de febrero de 1996. Antes de que a la gente se le ocurriera acuchillarla, el director subrogante, Mario Muñoz, dijo que ésta tenía un daño pulmonar irreparable. Después vino la salvaje carnicería, que cuando llamó la atención de todo el país no tuvo un responsable claro. Ni siquiera el Sernap, que dijo entonces que no tenía entre sus facultades la vigilancia de ello y, además, no tenían personal para cumplir esa misión.

FILETEO. Como si fuera un juguete, los gelatinosos trozos de ballena fueron a parar a las manos de los curiosos.

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