Lo que queda del ex cantón salitrero de Taltal depende de lo que sus saqueadores quisieron dejar. Las oficinas que a mediados del siglo pasado bullían de actividad ferroviaria y económica, fueron despoblándose cuando el salitre dejó de valer algo y el tren ya no competía con nadie. Vías férreas y casas se levantaron y enajenaron para casi no dejar testimonio de que existieron personas viviendo en un lugar donde el agua se debía sacar hasta 80 metros bajo la dura corteza de la tierra. Quienes transitan hoy por la panamericana no tienen un solo letrero que les indique dónde están esos sitios donde antes vivieron miles.

Por Ignacio Araya, desde Taltal
Fotografías de Gabriel Parker 
 

El cortometraje “El tren del desierto”, dirigido por Cristian Leighton y protagonizado por un joven Francisco Reyes en 1995, probablemente guarda uno de los últimos registros de la enorme casona que alguna vez albergó la estación ferroviaria de Catalina. En la película, Reyes junto a un camarógrafo buscan una historia para filmar, y se detienen ahí, en medio del desierto, a 110 kilómetros hacia adentro de Taltal.

Un hombre de jockey amarillo los recibe. “Catalina era un pueblo grande, habían hartos habitantes. Yo me acuerdo cuando esto era un pueblo muy bonito, yo todavía ni nacía. Habían casas, poblaciones, negocios, carabineros, había juez, Civil, Correos, agua potable”, les cuenta. Dentro de las casuchas que todavía quedaban, juntaba fierros, palas, el brillo de la estación.

Catalina fue una estación importante del ferrocarril que hasta 1975 unió a Iquique con La Calera. Aquí se juntaba la línea de la red norte con el tren a Taltal, y en su entorno se creó un pueblo bullante rodeado de un puñado de oficinas salitreras, el cantón más al sur del país. La puntualidad inglesa del tren contaba con que llegara desde el sur cada martes, sábado y lunes a las 13.17 horas -según relata Geovirtual, sitio dedicado al tren-, pero en un sistema de transporte altamente ineficiente: hacia 1961, el ferrocarril se demoraba cerca de 24 horas desde Iquique hasta este punto del desierto.

Pero el fin del salitre fue acabando poco a poco con el pueblo como tal. Catalina fue comuna hasta 1979 y el último Censo que la consideró como tal, en 1970, contaba 1.653 habitantes, la gran mayoría (256) niños entre 0 y 4 años de edad. La película muestra una gran estación con un pimiento verde en su entrada, símbolo de la poca pero rebelde vida que se negaba a irse de la sequedad pampina.

Ese árbol todavía está ahí. Tronco y raíces cayeron cuando ya no quedó una sola gota que lo salvase del abandono, pero ahí está. De esa enorme casona donde alguna vez vivió un hombre que arreglaba tambores, quedan solo los cimientos. Lo único en relativo pie es la mitad de un inodoro. El resto, trozos de maderas astilladas, picados como quien echa cosas a una licuadora para que no quede nada. Algunas botellas, una Cachantun a medio quebrar y los clásicos zapatos tirados por aquí por allá que se retuercen por la presión y el sol, son testimonios de un saqueo que no tuvo piedad.

PATRIMONIO. Solo quedan ruinas y fierros oxidándose lentamente en estos lugares donde vivieron miles bajo el mismo sol.

–Mi primer carnet de identidad que tuve estaba inscrito en Catalina. En el último tiempo no más me inscribí en Taltal– recuerda Valentín Volta, actual rector de la Universidad del Alba en Antofagasta y nacido en Flor de Chile, una de las oficinas que está en el cantón de esa comuna.

Hasta mediados del siglo pasado, el tren y los caminos interiores comunicaban fácilmente a las salitreras del cantón. Además de Flor de Chile, existió Refresco, Severin, Tricolor, Ballena, Esperanza, Santa Luisa y Alemania, una de las últimas en cerrar.

EL SOL

Ningún letrero caminero por la Ruta 5 advierte donde están los lugares donde hasta hace décadas se producía el salitre que motivó a miles a venirse al norte. Para llegar a Catalina, una de las opciones es adentrarse a un camino de tierra -pedregoso al principio pero con bancos de arena que lo hacen peligroso para un automovilista apurado- que señaliza hacia el Salar de Aguas Calientes, y luego, cuando ya se llega al tren, tomar hacia el norte.

Por esos lados solo transitan camiones que van hacia Guanaco, aprovechando un camino en relativo buen estado pero sin señalización, salvo el kilometraje. Si alguien quiere entrar al cantón de las antiguas salitreras, hay que aperarse de un mapa o rogar que la señal de celular llegue para guiarse vía GPS, un poco al norte de Agua Verde. A primera vista, lo que queda de la oficina Tricolor –cerca de la carretera– es lo que fue una enorme construcción de paredes a punto de caerse, junto a una larga escalera de roca. El camino está en pésimas condiciones y se avanza apenas, con mucho ojo de no reventar un neumático por las filosas piedras que van apareciendo.

Héctor Zambra, investigador de la zona, cuenta que las condiciones extremas del cantón diferían de lo que se podía encontrar más al norte.

–Tenía características bien particulares y no muy positivas. El ferrocarril llegó recién en 1882, entonces el cantón era bien especial en cuanto a la conectividad. En los recursos también porque en ese sector la escasez de agua es bien considerable comparado con otros cantones como el de Tarapacá, donde el agua está más a flor de suelo. Aquí se excavaron pozos de 50, 60, 70 metros para el proceso minero- explica.

CEMENTERIO. Estos lugares del desierto, dejados atrás por el progreso, guardan los recuerdos de vida salitrera que tuvo la comuna de Taltal.

El atraso tecnológico fue una de las razones por la que las oficinas del sector dejaron de prestar utilidad. Mantenerse en el sistema Shanks de extracción de salitre condenó a varias. Incluso Alemania, que cerró en 1976, mantuvo hasta el fin su anticuado proceso, explica Zambra.

–Hay fuentes que dicen que era más por no provocar tanta cesantía, no dejar paralizadas estas oficinas que para el Estado, para el Fisco, era muy difícil de implementar tecnología, a lo mejor no estaban las voluntades tampoco, pero era mantenerlas activas por un tiempo para que no hubiera tanta cesantía.

En 1971 se nacionalizó Soquimich y con ello, la propiedad del salitre pasó a ser estatal, pero la poca competitividad y una empresa que perdía millones de dólares al año, eran poco aliciente para mantener lo que iba quedando del cantón de Taltal.

–Después desaparecieron. Habían casas diferenciadas entre obreros y empleados. Dependiendo del cargo era la vivienda. También existían casinos de obreros y de empleados –recuerda Valentín Volta, quien posteriormente vivió en Alemania–. Casi todos nacimos en casas, no nacimos en recintos hospitalarios, y la actividad principal que teníamos era jugar baby fútbol, basquetbol y algunos juegos bien distintos. Yo me acuerdo que jugábamos a ocupar las tortas de salitre que quedaban, nosotros las ocupábamos como resbalines, nos tirábamos ahí.

RAYADOS. Las personas que visitan estos lugares han ido dejando escritos en las paredes.

EL FINAL

La lánguida vida del cantón de Taltal tuvo su tiro de gracia en 1976. El 21 de abril, el gobierno decretó caducada la concesión del ferrocarril de Taltal, autorizando el levante de las líneas. Dentro de las razones principales se esgrimía que el material ya había sobrepasado su vida útil (databa de principios de siglo), la posibilidad de carga era limitada, “factores que le impiden obtener una operación económica y que por el contrario lo han convertido en un causal de fuertes pérdidas en la actividad salitrera de la zona”.

Uno de los considerandos del decreto 174 detallaba que la limitada producción de la Oficina Salitrera Alemania no justificaba mantener el tren, porque además existían métodos de transporte más eficaces y económicos para llevar el oro blanco. “Resulta inconveniente mantener un ferrocarril que no tiene justificación actual ni futura y que además carece de valor estratégico”, señala el texto firmado por Augusto Pinochet.

Aunque el decreto mantenía la maestranza y ordenaba contar con al menos cinco trabajadores para el puerto, también instruía reubicar a los obreros del ferrocarril a otras fuentes de trabajo, “en especial, en la Compañía Pesquera Algina Taltal Limitada”.

Los taltalinos sentían el golpe. En octubre de 1980, una carta a “El Mercurio de Antofagasta” lamentaba cómo desde hacía medio siglo, la crisis del salitre mataba al pueblo, junto a la falta de infraestructura que impedía recibir el aporte de vehículos y camiones. Horacio Valderrama y Alwyn Cordero, los firmantes, pedían declarar el complejo ferroviario a monumento nacional.

“Los continuos incendios, la devoradora polilla y el afán de lucro de algunos malos taltalinos han permitido el desarme o desaparición de holgados edificios y de característicos complejos de la zona, que antaño ofrecieron amplias oportunidades de trabajo al puerto de Taltal, como en el caso especial del ferrocarril salitrero de la región, cuyas dependencias de gran belleza arquitectónica se encuentran en vías de desaparecer por orden de la firma Julio Rumié de triste fama en la región (…) Esta firma no ha tenido obstáculos en materializar tal desarme”, detalla la carta de los taltalinos.

MOVIMIENTO. Alemania, en la foto, fue la última salitrera del cantón de Taltal en mantenerse en vigencia, cerrando en 1976.

Para Héctor Zambra, el tema del desarme también es un reflejo de época. En su momento, quizás, no existía conciencia de la importancia histórica que podían tener después estos sitios.

–Las salitreras se desmantelaban apenas paralizaban (…) Lo poco que quedó lo tomó gente que robaba madera y calamina, pero principalmente las oficinas fueron saqueadas por los mismos dueños.

En la soledad absoluta, un enorme galpón ubicado en lo que fue la oficina Refresco terminó siendo pizarra para visitantes que anotan su paso por acá. Hay testimonios de familias que anotan orgullosas sus nombres para perpetuar el recuerdo de un pueblo que no resucitará. El cementerio, alejado de la vista, esconde sus flores de lata y plástico junto a fotografías empolvadas.

Más hacia el desierto, además de una gruta donde alguien sacó de cuajo su respectiva imagen religiosa, de Catalina queda la línea férrea, un tambor de agua, varios durmientes apilados y una casa sin techo pintada de verde limón con unas frases escritas con témpera en su interior, pidiendo lo que en el desierto, sin nadie que vigile, es casi un ruego: “Por favor, no destruir. Familia Cortés Vega, mayo 2015”.

RUINAS. Pocas estructuras quedan en pie en estos lugares.

 

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