La explotación del azufre en el límite entre Chile y Bolivia tuvo buenos años a mediados del siglo pasado, concentrada en los pueblos alrededor de Ollagüe. Pero así como el salitre, la incipiente industria azufrera fue decayendo hasta que las instalaciones fueron abandonadas de a poco. Amincha fue el último: en 1992 cerró sus puertas y la mayoría de las casas quedó en silencio, cerradas con candado. Felisa Yucra y Aleja Cayo son las únicas personas que se quedaron en un pueblo donde no vive nadie, salvo sus llamas, un gato y el viento que nunca se va del altiplano.

Por Ignacio Araya, desde Ollagüe
Fotografías de Carlos Bracamonte 

Un mantel verde con blondas en los bordes dio por clausurado el servicio de la vieja radio que Aleja Cayo (78) usaba hasta hace un tiempo atrás. “No toca”, dice. El día en que el aparato se echó a perder y no funcionó más, Aleja lo cubrió con ese tejido que tenía guardado, evitando que se siga ensuciando con el polvo que el ventarrón empuja por entre las pequeñas rendijas que deja la madera levemente descuadrada de las ventanas de su casa.

Con la radio fuera de servicio, Aleja Cayo perdió la mitad de los artefactos que la comunican con el mundo exterior. En la pieza del fondo hay un televisor que, dice ella, “no es tan bueno”. El problema es la señal que impide recibir nítidamente las imágenes de lo que estén dando. Sentada en su cama, rodeada de mantas, un gran cuadro de La Última Cena, la radio tapada con el mantel verde y una foto descolorida donde sale junto a su marido y los hijos que fueron creciendo hasta que se fueron a ciudades más grandes, Aleja se resigna con su tele.

–Por el viento debe ser.

Afuera, el chiflido es violento. El viento copó hace años –décadas, en verdad– la vida de Amincha, pueblo fronterizo de un puñado de casas junto al Volcán Aucanquilcha, muy cerca del límite entre Chile y Bolivia, a unos 206 kilómetros de Calama. Su época de gloria comenzó a principios de los años 20, cuando la veta de azufre de lo que hoy se conoce como comuna de Ollagüe fue causando interés en una industria minera que se iba deprimiendo con el declive de las salitreras.

Amincha fue el campamento y sitio de trabajo propiedad de la Sociedad Industrial Azufrera Minera Carrasco, donde se procesaba el azufre que sacaban del yacimiento Aucanquilcha. La mayoría de los obreros venían de Bolivia, trabajadores aclimatados con la zona y capaces de soportar una labor que, además de extenuante, se hacía en la que en su momento fue la mina más alta del mundo, a 5.950 metros sobre el nivel del mar.

La migración laboral entre ambos lados de una frontera de permanente tránsito fue una costumbre sin muchos controles hasta 1974, cuando la dictadura militar emitió un decreto que autorizaba al intendente de Antofagasta a entregar permisos transitorios a un máximo de 50 trabajadores bolivianos entre noviembre y abril. Pero el negocio del azufre fue cayendo en decadencia junto con sus precios, hasta que los campamentos fueron desapareciendo. Amincha fue el último en cerrar, en 1992.

VIUDA. Felisa y Aleja vivían con sus maridos en el pueblo, pero ambos fallecieron y quedaron solas acompañándose.

Aquí vive Aleja Cayo. Junto a Felisa Yucra (79), su vecina de unos 200 metros más allá, son las únicas habitantes del pueblo, cuidando las maquinarias inservibles por el óxido, fierros retorcidos y decenas que casas que sobreviven al abandono porque todas están con candado. Azufre ya no se explota, pero Amincha sigue siendo un terreno privado y así lo señala un cartel colgado con una cadena que está en uno de los ingresos del pueblo.

–El otro día no más aquí estaba, hace como una semana, el dueño, el Raúl Carrasco– cuenta Felisa en la entrada de su casa. A su lado salta y juguetea Pichilenca, una de las dos mascotas que cuidan la casa. El otro es el Negro, un perro más grande que sale a ladrar vigilante a los extraños cuando los ve llegar a lo lejos. Felisa Yucra ha pasado toda su vida adulta en Amincha, ahora junto a sus animales, una plantación de papas y habas que se quemó por culpa del invierno, y la decena de llamas que están en el corral, más atrás. Antes de terminar la frase, Felisa se acuerda que Raúl Carrasco, el dueño de toda la empresa, falleció hace años.

–Su papá era Raúl Carrasco. Su hijo poh, Rodrigo se llama.

EL CAMPAMENTO
La vista de Amincha y las casas de estilo inglés, con el volcán semi nevado de fondo, calzarían con la descripción de algún campo mucho más al sur. Hay que caminar con cuidado por los espacios de cemento junto a las viviendas porque el piso está congelado y una no tan delgada capa de hielo es la amenaza de cualquier zapatilla. En los alrededores, entre el pasto corto de los bofedales –paisaje clásico del altiplano–, corre un canal de agua helada que sale desde una tubería y se divide en varios canales que se pierden hacia la casa de Felisa Yucra.

Tanto Felisa como Aleja vivían con sus maridos en el pueblo. Ambos murieron y se quedaron ambas amigas acompañándose solas en lo que queda de Amincha. Los hijos de ambas vienen seguido de visita al pueblo y les dejan cosas. Su esposo llegó a principios de los ochenta a trabajar acá, en la última década de la decadencia del azufre.
–La gente se fue– dice, recordando cuando el yacimiento dejó de ser un buen negocio. –Ya no valdría, no sé. Se paró no más. Mi marido trabajaba y yo era ama de casa. Tengo dos hijos, en Calama están.
–¿Nunca se quiso ir a Calama?
–No, porque hay que estar mirando aquí. No se puede.
Minutos antes, una decena de llamas ataviadas con cintas multicolores cruzan a paso lento por el camino de tierra que lleva a Amincha, para después perderse en el en el llano. La crianza de los animales y el sembrar un poco de verduras es la razón por la cual Aleja Cayo no quiere moverse de acá, aunque tenga familiares repartidos por todo el Alto Loa y le haya encantado Taltal porque su patrón, de raíces bolivianas como ella, tenía residencia allá.

Los llamos ya tienen una rutina: saldrán a pastar durante la tarde y al otro día regresarán junto a ella. También hay un gato que merodea el pueblo, al que Aleja le da comida si es que se acerca a su casa. Ella tiene la suya. Prepara comida, cuida sus animales y a eso de las seis de la tarde se va a acostar. Por acá, el único atisbo de modernidad son unos paneles solares que, recuerda la mujer, los donó la municipalidad de Ollagüe para que tuviesen luz. Eso permite dar electricidad a la pequeña vivienda de bloqueta, a la radio que ya no sirve, a una antena de DirecTV que al parecer no sirve porque de acuerdo a lo que cuenta la aminchina, el televisor está que medio funciona.

PAISAJE. La vegetación y la abundante disponibilidad de agua es ideal para la crianza de llamas.

La tele de Felisa Yucra sí está operativa y por ahí, por las tardes, se sienta a ver lo que va pasando. Por eso, ante la majadera pregunta de si se aburre de vivir acá tan lejos de todo, la respuesta es una franca negativa.

–¿Y de qué me voy a aburrir? Estoy acostumbrada aquí. No es como en ciudad, en ciudad es más gasto, hay que estar comprando todos los días, qué se yo. Dicen que es muy caro, dicen que subió, entonces yo tengo un buen poquito de papas, en fin, habas también tengo. Para cocer tengo mote. ¿Para qué me voy a cambiar? Para tener miedo será puh, para asustarse, como hay muchos ladrones. En Calama mismo, en Santiago peor, sale en las noticias. ¿Será verdad, yo digo?– se pregunta.

Junto a la puerta de madera, la Pichilenca está media intranquila. El sol está bajando y son apenas las cuatro de la tarde.

–¿Están las llamas ahí, o están abajo?– consulta Felisa.
–Están ahí.
–¿Vamos a darles pastito?

ELVIENTO
El marido de Felisa se llamaba Juan Quispe, y también era de Bolivia. Durante los años en que trabajaba para los Carrasco fue chofer. Subía hasta el alto de la mina por un camino que entonces ya era difícil, pero que ahora no parece ser recomendable a menos de estar en una 4×4. La mujer recuerda que la estructura del campamento se dividía en sectores para mineros, otros para choferes, y que los serenos eran cuatro.

–Dicen que el azufre ya no vale– menciona.

Felisa Yucra carga un morral de hilos de nylon donde junta cáscaras con las que alimenta a sus llamos. Lo deja en el piso de a montoncitos y los animales se acercan a masticar. La Pichilenca y el Negro los quedan mirando. Además del chaleco, Felisa se cubre con una manta a cuadros y un pañuelo en su cabeza. Está helado. Aunque el sol sigue brillando pasadas las cinco de la tarde, el frío se siente en la cara por la fuerza del viento. Hace un par de días, la familia – grande, tiene bisnietos– la vino a ver. Como esta entrevista se hace durante invierno, los más pequeños están de vacaciones y visitan también a la abuela.

–Así hay que caminar, teniendo marido, hijos. Tengo bastantes. Los nietitos, de 4 años, 5 años, por ahí.

ANIMALES. Las llamas y llamos del lugar tiene una rutina acompañando y alimentando a las habitantes de Amincha.

Al otro lado del pueblo, Aleja Cayo cuenta que sus hijos le traen verduras, zanahorias y cuando ella tiene que comprar, va a Ollagüe, distante a un par de kilómetros. La vida rutinaria se enfrenta con la fuerza del clima: a veces el agua que junta se congela, y el viento a veces deja empolvada la ropa cuando se cuelga, si es que no se vuela.

Quien podría ser una de las últimas habitantes de Amincha no quiere que le tomen fotos. Dice que ya le han sacado, que le prometieron que le iban a llevar y nunca lo hicieron.

–Entonces ya no quiero más– reclama. Para qué.

En la pared hay una foto familiar con bordes dorados. “Ahí tengo cuarenta y tantos años”, cuenta Aleja. Al lado, la representación de Jesús con los apóstoles sentados en la mesa.

–Yo soy católica, el católico tiene que cumplir los mandamientos. Yo soy bautizada. Yo cumplo también.

En lo personal, la salud está bien, cada cierto tiempo va a doctor a Calama y pregunta si aún sigue el coronavirus. Hasta ahora, ella no se ha enfermado. No le faltan fuerzas, porque ella misma faena a los llamos para alimentarse. Cuando le consultan qué se siente ser la última de un pueblo, la mujer repite que no hay más gente, que está acostumbrada y que aquí están sus animales.

–¿Y qué va a pasar después?
–El dueño sabrá, si tiene dueño esto. Felisa Yucra, la otra última habitante, dice que se acostará temprano. “¿Qué vamos a hacer de noche?”, pregunta. Acostada en la tranquilidad de su cama en Amincha, rodeado de una vecina y la nada en varios kilómetros, verá las noticias que le cuentan lo que ocurre en el mundo. Verlas le confirma que está feliz acá, junto al viento que golpetea puertas y latones abandonados. –En la ciudad es malo, hay que cuidarse bastante. No hay que salir de noche, yo veo en las noticias, están quitando las camionetas, están pegando a la gente.

La cuidadora de lo que fue un campamento minero mira a los ojos.

–¿Así les gusta vivir en las ciudades grandes? Y suelta una carcajada.

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