La Fiscalía Nacional publicó recientemente un estudio que revela que, durante el 2022, ocurrieron 1,8 secuestros diarios en Chile (826 en total), casi el doble de lo que había ocurrido el año anterior y un récord en la última década. El porcentaje también se duplica (y un poco más) cuando se considera la participación de extranjeros en ellos: si en 2021 fue el 6%, al año siguiente pasó al 15%.

El clima de inseguridad, alimentado también por la mediatización de cada robo o asesinato que ocurra en Santiago, es evidente y viene escuchándose hace mucho, pero las soluciones de baja efectividad han cansado a las personas, que tienen que vivir impotentes antes la incertidumbre de qué podría pasar con ellos o sus familias. Mucho de esa desidia tiene que ver con las soluciones buenistas o -como lo hemos dicho antes en esta revista-, de la exagerada atención que tienen las autoridades a los clásicos sujetos estudiosos y técnicos que vienen con muchos estudios de universidades prestigiosas, donde se analiza el delito y sus causas, pero cuyo contacto con los lugares donde ocurren siempre son en escenarios artificialmente preparados, como la presencia de un fuerte contingente policial para una pauta de prensa.

El dilema eterno de si es la sociedad la que condiciona a los delincuentes a cometer sus maldades, terminó siendo una discusión tan añeja que en el extranjero ya le están dando respuesta sólida. A Bukele, en El Salvador, se le podrá motejar de dictadorcillo o incluso de estar coludido con las mismas mafias que él dice combatir, pero ahí están las cifras: 500 días sin homicidios. El “cosismo”, tan criticado por la elite que tenía acceso a los medios en el último tiempo antes de la masividad de internet, termina siendo esa efectividad sin rodeos que quieren las personas.

Si uno pudiera tener media hora para conversar con el Presidente Boric, habría que pedirle que saque de inmediato a quienes detentan los cargos de poder relativos a seguridad en las delegaciones presidenciales regionales, más allá de si son viejos o jóvenes -esto último, enfoque prioritario de este gobierno al menos en el relato-, colocando a vecinos que aunque no tengan los pergaminos universitarios ni publicaciones en revistas científicas sobre el tema, sí conocen realmente dónde están los dolores y el miedo de sus poblaciones.

Se entiende que para muchas políticas públicas se requieren varios análisis sesudos de técnicos y largas discusiones para llegar a una decisión bien pensada, pero cuando hablamos de delincuencia, mucho cerebro no sirve. Hemos perdido años entregándole opinión y poder a profesionales egresados de ciencias sociales, que desde la vereda de la comodidad y el enfoque “humanitario” para todo, le han dado ventajas absurdas al crimen para que se apodere de las calles. Es cosa de ver los funerales narcos. Si Carabineros o la PDI se van a defender con pistolas tiro a tiro, frente a tipos que manejan metralletas y que se lucen por redes que las tienen, la batalla está perdida. Más todavía con círculos sociales de presión que admiran y protegen la narcocultura.

Demasiadas manos para soluciones que están ahí, en el sentido común, además de ser inútiles para quienes viven el terror, están dilapidando recursos públicos que siguen aumentando los ya groseros sueldos de los niños del barrio alto que le dicen al pueblo cómo debe vivir o pensar.

Laca Mita

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