Mi VIH mental: haciéndose el test del Sida Bush in Action septiembre 11, 2017 Reportajes 4797 Después de revisar en retrospectiva su vida sexual y algunos extraños síntomas que venía siguiendo vía Google, un periodista de Bush in Action decidió hacerse el Test de Elisa para saber si en su cuerpo se incubaba el VIH/SIDA. En una oficina del centro de Santiago, vio gente aliviada, tipos nerviosos y personas desoladas. Por Sebastián Palma, desde Santiago. -¿Cuantas veces tuviste sexo sin condón?- me pregunta el enfermero. – La verdad es que no lo sé- respondo. La primera vez que estuve con una mujer no usé condón. A los quince años tenía mejores cosas en las que pensar. El Sida para mí, mis amigos y mi futura polola no era un tema. Tampoco lo era para los profesores del colegio, el Inmaculada Concepción de San Bernardo, donde nos hacían rezar todas las mañanas, pero nunca se dieron un tiempo para hablarnos de sexo. Esa carencia de información sexual, también estaba en casa. Mi mamá y mi abuela con quienes me críe, jamás me hablaron de condones, pastillas, masturbación o clítoris. La más cercana discusión que tuvimos en relación al sexo fue cuando me enseñaron a hacer pipí – frase que aún se repite cuando alguien quiere ir al baño- o cuando alguna se refería al pene diciéndole pilín. Quizás por lo mismo mi primera vez resultó un fiasco. Llevaba saliendo un par de meses con la niña más linda del colegio. Ella era una mujer dinamita con rulos de nube, jumper corto y una experiencia sexual infinitamente superior a la mía. Y yo un seudo-pokemón inseguro, que no ofrecía un mejor panorama que tardes de besos y agarrones en el segundo piso de una olvidada galería comercial sanbernardina. Fueron varios los meses de calugazos eternos. Yo pensaba que con eso todo estaba bien. Eso hasta que me interpelaron con erótica naturalidad. -“¿Cuando me lo vas a hacer?”- Me exigieron. Esa misma tarde estaba perdiendo mi virginidad en una pequeña sala de cine del poco glamoroso mall de San Bernardo. Solo estábamos ella, yo y una pésima película de terror. Me temblaban las manos mientras ella se colocaba sobre mí tan segura, tan mujer. Solo pensaba en tener una buena performance, durar harto. 45 segundos bastaron para completar mi primer fiasco sexual, también mi primera mentira. “Paremos que nos van a pillar”, le dije disimulando mi orgasmo. Ella me respondió que bueno, seguramente sintiendo el semen escurriendo entre sus piernas. UN PASEO POR EL CINE. La primera vez que Sebastián lo puso fue en una cita con su entonces mina, a los quince años. Cuando el Sida sí empezó a preocuparme, fue en la universidad. Por mi promedio PSU llegué a la Universidad Católica del Norte, en Antofagasta. Ahí, las enfermedades de transmisión sexual era un tema recurrente entre los estudiantes. Solía escuchar rumores de mineros infectados que contagiaban a sus señoras o prostitutas repartiendo el VIH a diestra y siniestra. Incluso la inmigración, fenómeno que estalló varios años antes allá, era enumerado como otro factor de riesgo. Tanto así que llegué a presenciar una marcha anti-colombianos, donde participaron agrupaciones neonazis. La manifestación exigía la expulsión de los cafetaleros, ya que según sus organizadores, los inmigrantes habían traído la delincuencia, el narcotráfico y las enfermedades de transmisión sexual a la Perla del Norte. Lo cierto es que solo conocí a un infectado en mi corta estadía por Antofagasta, el tío homosexual de un compañero, que había contraído el virus en los años 80. Por mi parte, yo juré nunca más hacer el amor sin condón. Tres años después de eso. Ya en Santiago, las cifras comenzaron a estallar. El Sida se convirtió en un tema importante en la capital, y en consecuencia en los medios. “Casos confirmados de VIH en nuestro país aumentaron un 45% entre 2010 y 2015”, “Chile es el país en que más aumentó el número de casos nuevos de VIH en Latinoamérica”, “Minsal confirma un 66% de aumento en casos VIH en los últimos 6 años”. Fueron algunos de los titulares que leí. Las manos me volvieron a temblar. Nunca se me pasó por la cabeza tener VIH. Soy heterosexual, tengo pareja estable hace más de un año y desde aquella promesa que hice en Antofagasta, siempre me cuidé. Pero ahora, después de un pequeño shock de realidad, todo eso se transformó en nada. Que desinformado fui. ¿Cuántas veces tuve sexo sin condón? ¿Qué hay del sexo oral? ¿Cuántas veces mis parejas tiraron sin cuidarse? ¿Y los tatuajes que me hice? ¿Las drogas que consumí? ¿Qué tan bueno eran los condones que usé? Una especie de paranoia sacudió mi cabeza. Busqué respuestas en un par de portales chantas terminados en .org, eso acrecentó mi angustia. Las páginas solo enumeraban posibles síntomas de la enfermedad. A pesar de ser un hombre sano, yo sentía que tenía varios. Después de todo, quién no ha tenido gripe, dolores de cabeza o fuegos en la boca. Durante los último meses, pasé varías noches leyendo artículos, tratando de descubrir por algún modo si me había contagiado el virus. Sabiendo, también, que la única forma de cerciorarme se encontraba en un simple pinchazo. Pero la verdad no me atrevía. ENTRANDO AL TEST. En pleno centro de Santiago existe una oficina donde hacerse el test de VIH (Metro Universidad Católica). Solo pensaba en que no podía tener tan mala suerte, en que una cosa como esa no podría pasarme. Mi temor más grande era saber que podía haber contagiado a mi polola, mi compañera de hace más de un año y la única mujer que he amado. Me proyectaba, ahí, desnudo, con un nudo en la garganta intentando explicar cómo había ocurrido, cómo le había cagado la vida. Pasaron un par de semanas así, hasta que en una clase, sentado junto a ella –somos compañeros jeje- una profesora comenzó a hablar del tema. “Esta cuestión es grave”, dijo, mientras proyectaba un vídeo donde jóvenes entre 20 y 30 años daban sus testimonios como portadores de VIH. Mi polola miraba la pantalla con total tranquilidad, para mí era un infierno. Ya no pude más. Cuando terminó la clase vi su carita, sus imperceptibles pecas y sus labios, pensé en lo mucho que me gustan sus cejas gruesas. Me acerqué, la besé en la frente y me despedí diciéndole te quiero. Estaba al fin decidido. Pasé a casa a comer algo y por primera vez ocupé el celular para algo útil. Pedí una hora para hacerme el test del VIH. En mi cabeza pensé, al menos se acabaron las .org. Tenía tres opciones: 1 -Consultorio gratuito y demorarme unas semanas en obtener los resultados. 2- Clínica pituca y tenerlos en 24 horas a un precio que bordea las 10 lucas -sí, tengo isapre. 3- Test rápido que te entrega los resultados en 15 minutos a un precio muy alto. Evidentemente, y pese a mi corto presupuesto para el mes, opté por la tercera. El edificio donde toman las muestras, queda a 15 minutos de mi casa. Mientras caminaba hacia él me lo imaginé tal y como era: Una vieja oficina refaccionada con una sala de espera y un par de box donde se toman las muestras. Puse Spotify en aleatorio, no escuché ninguna canción entera. Mi cara debió de ser un espanto. Al llegar a la puerta -luego de subir por un ascensor igualito al que casi se ahoga Jack y Rose en Titanic- un choapino que dice ¡Hola! me recibió. La wea fea, pensé. Toqué el timbre, sonó una chicharra, abrí la puerta de metal, y me encontré con un funeral. UNA INFANCIA DE HUEVEO. Sebastián pasó años haciendo cagar su adolescente cuerpo con copetín, cigarros y condones olvidados. Una señora me hizo pasar a una oficina y luego de cobrarme las veinte lucas, y asegurarme que este examen estaba validado por el Instituto de Salud Pública, me hizo firmar un papel y me dijo que esperara. En el hall de espera, unas ocho personas se repartían en dos sillones, algunos con un algodón con sangre en su índice y otros no. Todos con caras de espanto, todos igual que yo. La ridícula planta de plástico puesta entre los sillones y un mini componente sintonizado en la Rock and Pop solo empeoraban el ambiente. Me senté a esperar mi turno. Me vi obligado a escuchar una canción entera, Lucybell sonaba, nunca me gustó esa banda, pero me quedé pegado en la letra, casi buscando encontrar un simbolismo donde no lo hay. “Cada vez que veo brincar/ A mi alrededor/Tus labios sin voz/Logro entender/ Que hay sólo un beso/Sólo al despertar”, es la estrofa que recuerdo. De las ocho personas que buscábamos conocer si teníamos VIH, solo había una mujer. Fue la única con la que hablé: “raro que seamos todos jóvenes”, pregunté. “raro que sea la única mujer”, me replicó con una sonrisa. También había un militar, un oficinista y un cabro muy bien vestido y con barba hipster. Ninguno superaba los treinta años. -Sebastián Palma pase por favor.- Grita el enfermero del box 1, yo acato ocultando el nerviosismo. -¿Cuantas veces tuviste sexo sin condón?- Me pregunta. – La verdad es que no lo sé.- Respondo. -¿Tienes pareja estable? -Sí. -Ya, pásame tu dedo. No va a doler.- No duele. Una gota de sangre es colocada en el test, que es parecido a uno de embarazo. “Esperemos 15 minutos y estará listo”, me dice el enfermero, dejándome en la puerta del box mientras llama a otro veinteañero para sacarle su gota de sangre. Estoy de vuelta en hall de espera, ahora con un algodón en la mano. La chica con la que hablé ya obtuvo sus resultados. “Era obvio que no tenía nada”, me dice. Se va riendo y flotando del lugar. Pienso en el alivio que debe estar sintiendo en el ascensor. La envidio. Me siento a esperar, ya no suena Lucybell. Algunos chicos entran a la consulta y pasan a pagarle a la señora. El joven bien vestido pasa donde una enfermera del box 2 a buscar sus resultados. Se escucha un grito. Las caras de espanto empeoran. Pasan algunos minutos y la enfermera sale junto al joven, su cara lo dice todo, la enfermera le entrega un sobre y él perdiendo la compostura le grita sollozando: “Y ahora qué hago”. “Vaya al urólogo”, responde bajito la enfermera, tratando de no alterar a quienes esperamos. A mí se me rompe el corazón, tengo ganas de abrazarlo. No lo hago. Ni uno de los que esperamos lo hace. -Sebastián Palma pase. Vuelven a gritar desde el box 1. Camino los cortos pasos que me separan de mi destino pensando qué lado de la moneda me tocará, porque ya lo tengo claro, saber si tengo VIH o no es solo cuestión de suerte. MUJER MURIENDO DE SIDA. Los primeros casos en Chile datan de la década de los ochenta. “Tome asiento”, me dice el enfermero. Me explica que si tengo VIH el test reaccionaría químicamente poniéndose de color azul. Abre su escritorio, saca un test con mi nombre. “No tienes VIH”, me dice. Yo lo beso y lo abrazo, mientas me pasa mí sobre que acredita que no tengo el maldito virus, por un plazo de veinte días. Salgo victorioso, miro por última vez el salón de espera que sigue siendo un funeral. Bajo por las escaleras, whatsapeo a mi polola, vuelvo a jurar hacer un cambio en mi vida, salgo a la calle y me pierdo en la ciudad. Tal y como lo hizo el hipster bien vestido a quien no me animé a abrazar. Chile es el país con más alza en casos de Sida El Sida en Chile está descontrolándose. Según la Corporación Sida Chile, los contagios de VIH en los jóvenes entre 20 y 29 años subieron un 66% en sólo seis años: si en 2010 habían 2.968 casos, en 2016 se diagnosticaron a 4.927 personas con el mal. Otro informe, de Onusida, dice que somos el país con mayor alza de Latinoamérica. El martes pasado, un gtrupo de personas viviendo con Sida presentó una reposición de un recurso de protección contra la Ministra de Salud, Carmen Castillo. Ellos buscan detener el modelo de Atención Integral en VIH/SIDA, que incluye trasladar a personas con el virus de un hospital de alta complejidad a la atención primaria de salud. Hacer Comentario Cancelar Respuesta Su dirección de correo electrónico no será publicada.ComentarioNombre* Email* Sitio Web