Johan Berna El camino sin fin Bush in Action noviembre 17, 2021 Crónicas, Crónicas Secretas de Antofagasta, Los Nuevos Antofagastinos 1259 Después de cruzar una noche y un día de desierto hasta llegar a Iquique, los migrantes que han ingresado a Chile por Colchane deben sortear una frontera invisible: el río Loa, límite entre las regiones de Tarapacá y Antofagasta, donde diariamente se realizan controles aduaneros para evitar el contrabando de zona franca. Ahí quedan a merced de taxistas piratas que les cobran más caro que un pasaje en bus, de la falta de comida, agua, y la abrumadora soledad a 1.650 kilómetros del destino que vinieron a buscar. Por Ignacio Araya, desde Iquique Fotografías: Johan Berna Han pasado quince horas desde que Aracely Ayala llegó a Chile. Quizás más, no las ha contado. Difícil andar calculando cuando ni siquiera ha tomado agua y solo se acuerda que no lo ha hecho cuando le preguntan. Sus hermanos están sentados en una piedra, junto a la carretera, esperando que pase algún auto que les permita avanzar unos cuantos kilómetros más sin seguir lastimándose los pies de tanto caminar casi desde el mismo Santa Cruz de la Sierra, ciudad de donde salieron el domingo. Es mediodía de martes y aunque en el cielo se ven unas pocas nubes amontonadas, el calor es angustiante. Las caras de las personas que pasan junto a Aracely Ayala tienen la fatiga, la transpiración y el polvo del desierto aferrándose a la piel casi como una costra salada. No hablan, no saludan. Es una silenciosa procesión de cientos de venezolanos, colombianos y bolivianos que apenas tienen espacio para llevar una sola maleta más en sus manos. Apenas se oyen las risas de los niños que saltan y apuntan al mar, jugando. Aracely también está en silencio, pero porque está mirando el celular. Se compró un chip con número chileno y su gran esperanza es poder comunicarse con su familia, para avisar que está bien. Después, contactarse con los empresarios que le ofrecieron a ella y a su familia un trabajo como temporeros de la fruta en La Serena. La enjuta mujer de brazos delgados y gorro para protegerse del sol, levanta el teléfono. Señal hay, pero internet no. En el suelo, Ernesto Riveros juega con una piedra y la hace chocar contra la gran roca en la que está sentado. Casi no les queda plata, porque se ha evaporado en pocas horas en todo lo que les han cobrado desde Colchane hasta Iquique, y de ahí hasta El Loa. Tenían 50 mil pesos, y ya no les queda nada. La última posibilidad está en que Aracely pueda llamar a La Serena y alguien, quien sabe, les pueda mandar más plata. –Tenemos esa esperanza de aunque sea poder comunicarnos para que nos puedan ayudar. Todos han cruzado la aduana de El Loa, frontera entre las regiones de Tarapacá y Antofagasta, y para muchos la primera gran parada de un camino que debería terminar en Santiago. Ubicado a unos 150 kilómetros al sur de Iquique, El Loa ni siquiera podría ser considerado un pueblo como tal. BUEN VIAJE Y HASTA PRONTO. Una vez que los viajeros llegan a El Loa, deben cruzar el puente y esperar que otro transporte los lleve al sur. Aquí paran todos los buses y vehículos que van hacia el sur, debiendo pasar una inspección obligatoria donde Aduanas revisa si se llevan productos por sobre el límite permitido de la Zona Franca libre de impuestos que rige en Tarapacá. Cada conductor debe declarar a sus pasajeros, y como nadie se quiere arriesgar a una multa por transporte ilegal, los suelen dejar un poco antes, a veces con la promesa de ir a recogerlos del otro lado del río, ya en otra región. En El Loa hay una caseta de carabineros, un baño público, un quiosco pequeño con dulces y bebidas a alto precio y, en el fondo, apiñados a una pandereta, cajas y mercaderías que no pudieron pasar el control aduanero. SIN PASAVANTES Uno de esos funcionarios ve de lejos un taxi que hace brillar su parabrisas con el fuerte sol del desierto. Se baja una familia de unas cinco personas, llenas de maletas y un bebé en brazos. El móvil no se acerca hacia la Aduana, porque estaría obligado a pasar por el control y cuando le pidan el pasavante –documento que se pide en Iquique para que los autos de Zona Franca puedan circular en otras regiones–, es muy probable que no lo tenga, motivando una denuncia a la policía. El funcionario de Aduanas cuenta que todos los días, esos móviles piratas dejan a los migrantes hasta casi llegar al Loa, o incluso a la orilla de playa, distante a un kilómetro de acá. “¿Cuanto les cobraron?”, le pregunta a un grupo que viene llegando al control aduanero. Ninguno responde. Caminan con cabeza gacha. “¡Cuanto!”, insiste el trabajador. Uno de ellos dice, casi susurrando: “25”. Para un viajero nacional, con esa cantidad fácilmente se puede comprar un pasaje en bus desde Iquique hasta el mismo Santiago. Los taxis son los que mueven la gran cantidad del poco dinero que traen los extranjeros, y están dispuestos a cada lado de la frontera regional. Uno está esperando en caleta Chipana, 5 kilómetros al norte, mientras al sur, cruzando el río Loa -que hace de límite entre ambos lados-, esperan unos cuatro vehículos de vidrios polarizados, sin apariencia de taxi. Los que pasan caminando por al lado escuchan la oferta para llevarlos a Tocopilla o Antofagasta. Ganan unas cuantas horas de camino, pero aún llegando a esta última ciudad, para la capital aún faltarían 1.370 kilómetros. Una camioneta de Carabineros se acerca al puente, y los autos desaparecen. TAXIS. Hasta 25 mil pesos por persona cobran los transportistas ilegales para llevar a cada migrante desde Iquique a El Loa. Hay quienes se atreven a bajar al río para bañarse y refrescar los agotados cuerpos de tanta caminata. Las aguas son dulces, pero vienen sucias tras recorrer 440 kilómetros desde su nacimiento en la cordillera. Por el Loa pasan dos comunas, tres balnearios, un tranque, mineras, entre otros tantos etcéteras que lo podrían contaminar. Beber esa agua es imposible. Hay quienes no miran el río, solo caminan. ESPERA Elsa Chumacero viene de Cochabamba y espera de pie al otro costado del río. Carga una mochila con unas frazadas y, dentro, lleva unos cambios de ropa y de zapatos, lo suficiente como para llegar a Santiago. “Se ve grande, pero no es pesada”, advierte. Hace cuatro años que trabaja como asesora del hogar en la capital, recibiendo un sueldo de $400 mil que pese a ser un poco más que el sueldo mínimo, sigue siendo mucho más de lo que le podrían pagar en Bolivia. La mujer se seca el sudor de la frente y dice que siempre toma el camino derecho a Santiago desde Iquique, pero últimamente las empresas de buses no están vendiendo pasajes a extranjeros. En las oficinas piden un pase de movilidad que acredite las vacunas. Ella las tiene, pero no están homologadas en Chile. –Es injusto, porque es como si no tuviera derecho a nada, pero los tengo. Llevo tres o cuatro años aquí, tengo documentos y todo. Tal vez estoy por querer ganar un poco más, porque está jodida la vida. Nadie de su familia, la destinataria de los dineros que junta Elsa cuando trabaja a días de distancia, sabe que está parada en el desierto, sufriendo por el sol. Aunque ha hablado con ellos por Whatsapp, prefiere evadir el tema. “Les digo otra cosa. Para que no se preocupen”, dice. Antes del puente, aún en Tarapacá, Sofía Jerez y su familia esperan sentados en el piso. Vienen de Venezuela tras haber pasado un tiempo trabajando en Perú, dedicándose a la venta de cosméticos y artículos de belleza. La situación no era tan mala, hasta que el momento económico se derrumbó. Ahí decidieron pasar a Chile, subiendo por el lago Titicaca para pasar a Bolivia, y luego hacer la caminata por Colchane. –Con 50 soles comíamos dos días y ahora, uno solo. En mi país está cada día peor. El sueldo mínimo es de un dólar y medio, y no alcanza para nada– acusa Sofía. En lo que va de viaje solo han tomado agua y para comer pan y atún. A cada uno de los miembros de la familia, el precio por llegar hasta El Loa fue de $50 mil, bajo la advertencia del chofer de no decir que pagaron, por si ocurriese algún control policial. El transporte irregular pagado, arriesga multas para los infractores. ESPERANZA. Un grupo de bolivianos espera del otro lado del río, por si alguien los lleva hacia el sur. Hay cansancio en los ojos de Emerson Buenmayor, parte de la familia de Jerez. La noche anterior, acusa, unos militares lo sorprendieron cuando cruzaba la frontera. El miedo cruzó su cuerpo. Le pidió a Dios fuerzas, cuando ya no tenía nada, dice. –Lo que pasa es que esta fuerza te la da la misma situación que tiene nuestro país. Trabajas todo el mes y no te alcanza para comer ni un desayuno, pero el presidente dice que no, que el país está perfecto. Nosotros solamente vivimos la realidad. EL MAÑANA Al frente, Juan Toro ve llegar olas de migrantes cada día. Él también lo es: hace un año llegó desde las playas colombianas de Necoclí, junto a la frontera con Panamá. Tras conseguir la regularización para poder trabajar, el hombre de gorra obtuvo el empleo de atender los baños del río Loa, a quinientos pesos el servicio. A miles de kilómetros de distancia de su casa y en un paisaje que no tiene un solo árbol de mandarinas o naranjas como en su pueblo natal, el ex militar de 26 años dice sentirse conforme con su trabajo. Dice que en Colombia se paga el salario mínimo más bajo de Latinoamérica. Feliz, no. Porque todo es demasiado nuevo. –Lo más terrible que me toca ver es el mal estado de los niños. Yo tengo un hijo y me pongo en el lugar cuando viene un niño aquí llorando porque tiene hambre, porque no ha dormido bien. Ver a las personas deshidratadas, de quince o veinte días de camino que se alimentan con solo pan y un té, pero tienen que seguir adelante, porque la meta de ellos es llegar a Santiago. CAMPAMENTO. A lo largo del camino, los caminantes arman improvisadas carpas o duermen en los paraderos, mientras aparece algún transporte. Varios de ellos tienen a sus familiares en la capital y pueden enviarles plata. El tema es dónde depositar, si nadie tiene cuenta RUT. El cajero automático más cercano está en Tocopilla, distante a 150 kilómetros. Y comunicarse en El Loa, difícil. Aracely Ayala sigue buscando señal. Un hombre se acerca al baño público a preguntar si se puede duchar, pero en pleno desierto ni siquiera hay un sistema para tirar la cadena del WC. Juan Toro saca agua de un balde aceitunero y la va lanzando al excusado para que se vaya con la presión. –Yo le diría a las personas de que sí, tenemos que migrar, sí, buscar un futuro, pero tenemos que ser personas de principios, con respeto hacia las demás personas. Sabemos que es un país que no es el de nosotros, y no podemos llegar con las costumbres de nuestro país a que se impongan. Al otro lado del río, los automóviles pasan dejando una estela de viento y polvo que se siente directo en el rostro, casi como una cachetada de realidad, un recordatorio de que aquí se está ni siquiera a medio camino de esa felicidad que vinieron a buscar. Esta mañana, Ernesto Riveros ha visto el mar por primera vez en su vida. Le emocionó esa inabarcable inmensidad de algo que solo había conocido por televisión. Después de esa íntima presentación, el hombre volvió a El Loa, a juntar paciencia para seguir con una caminata que no pensó que tendría que llegar a hacer. Ni él ni sus compañeros sabe qué va a pasar. Se supone que la empresa frutícola de La Serena iba con un bus a buscarlos a Colchane, pero nunca fueron por ellos. Ahora están botados, en la carretera, sin saber si hay un mañana. –Pero está la fe, la esperanza de llegar bien y mantenernos con salud– dice casi convencido. A su lado, Aracely sigue con el brazo estirado, buscando una rayita de señal de celular para llamar a La Serena. LLEGADA. Cada persona que llega a El Loa debe mostrar el equipaje a una máquina de rayos X. DESCANSO. Hernán Ayala y Ernesto Riveros esperan en una roca, al otro lado del río. A DEDO. Los caminantes dicen que en Iquique no les venden pasajes. PROCESIÓN. En silencio, casi sin comentar nada, un grupo avanza buscando ganar kilómetros hacia el sur. 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